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18 de mayo, 2020

            Mañana o pasado se cumplen dos meses desde que empecé a escribir estas notas.  El confinamiento, que en Texas nunca fue extremo, aunque fuera tomado seriamente por nosotros, llega confusamente a su fin mientras empiezan a anunciarse medidas institucionales para el futuro generalmente ominosas, y precedidas o inmersas en un obvio desconcierto.  Nadie sabe realmente cómo irán las cosas, excepto que irán a peor, y hay pocas esperanzas de transformación política positiva.  Ayer publicaba Naomi Klein en The Intercept un artículo sobre acuerdos entre el Estado de Nueva York y Eric Schmidt, representando a Google, y con la Fundación Bill y Melinda Gates, que es Microsoft, que anuncian el principio de una distopía digital y securitaria atroz para este país, pero que son presentados como salvación y vanguardia.   Se hace más urgente todavía reparar en nuestras propias condiciones de existencia, cada uno en las suyas, para poder hacerle frente a lo que viene de forma más o menos atenta y despierta, con la menor dramatización posible. 

De la Boétie también advierte de la falta endémica de entusiasmo en un régimen de servidumbre voluntaria.  Llevo años viendo eso en la universidad, en mis colegas, en los alumnos: cómo nada parece inquietar el sueño banal de los justos, cómo todos prefieren la servidumbre sonámbula sin siquiera pensar en ella.  Ni en ninguna otra cosa discernible.  No hay apenas pensamiento, esa es la conclusión necesaria, basta echarle un vistazo a Facebook o a Twitter—y ver lo que encubre y calla todo ese ruido.  En la película de Walter Hill de 1993, Geronimo.  An American Legend, Geronimo le dice al Teniente Gatewood, mientras está en la Reserva de San Carlos preparándose para su largo confinamiento, que un chamán apache habría anunciado que muchos más apaches morirían luchando contra los ojos-blancos.  In the end we will win because we would die free of them, dice Geronimo que dice el chamán.  Morir libre del déspota que impone condiciones de servidumbre es para Geronimo y sus últimos apaches condición de su acción, más que meta.  En cuanto condición impone un imperativo, que es buscar abandonar el sometimiento.  El confinamiento de los apaches, en Turkey Creek, en San Agustín o en Fort Sills, fue real.  El nuestro, a partir de ahora, será en buena medida digital y cibernético, supuesto que seamos lo suficientemente afortunados como para no quedar al margen del sistema de explotación tras algún despido fulminante.  Pero no dejará de tener efectos reales.  Me queda concluir estas notas—me prometí solo dos meses de ellas—y pienso que mi conclusión no puede ser otra que la de insistir en la necesidad de una decisión de existencia que he ido tratando de pensar en estas páginas, a medias entre la que recomienda el Discurso sobre la servidumbre voluntaria y la que muestra la vida de Geronimo, aunque nuestra condición material no sea tan desesperada como la suya.  Tampoco lo será nuestro coraje. 

Alain Badiou puede tener razón cuando dice que la filosofía “nunca es una interpretación de la existencia” (Manifesto, SUNY Press, 1992, 142), y en ese sentido la filosofía no es tan urgente como la otra actividad a la que me he referido como antifilosofía, que surge de una posición existencial específica, de una situación personal y autográfica concreta, que es la que no podemos evitar y de la que tenemos que hacernos cargo.  Pero esto va a contracorriente de las tendencias contemporáneas, mucho más resueltas hacia la mera producción ideológica o hacia la praxis política ciegamente entendida como única posibilidad de pensamiento.   Tanto Badiou como Ernesto Laclau insisten en las condiciones que el llamado “capitalismo globalizado” impone para un pensamiento político de izquierdas.  Badiou insiste en que solo una idea comunista, o neocomunista, que pueda desatar una militancia fiel, tendrá suficiente fuerza como para permitir una oposición al capitalismo capaz de convertirlo en historia, mientras que para Laclau la teoría de la hegemonía se confunde con la posibilidad política misma, y así para él no hay más opción que la de buscar alianzas equivalenciales necesariamente contingentes y temporalmente finitas entre segmentos sociales que puedan construir formaciones de poder anticapitalista. Todo eso está bien:  si el “comunismo” de Badiou busca el movimiento hacia una configuración social postcapitalista y basada en la simbolización igualitaria, y si la teoría de Laclau sirve para configurar operaciones políticas de alianza contra la servidumbre, no tengo problema alguno en aceptar ambas nociones.  Pero a mí me interesa más determinar cuál sea en todo ello el papel de una infrafilosofía existencial—pongamos que ni el comunismo advendrá ni tendremos interés alguno en nuevas formaciones hegemónicas a menos que tanto comunismo como hegemonía traigan consigo nuevos modos de entender la relación con la existencia, lo cual también incluye la relación con la política.  Uno de los problemas más obvios en la historia reciente de la izquierda mundial es que, a su carencia real de programa tanto político como económico, hay que añadirle un carisma mayormente miserable, con muy pocas excepciones como la de Bernie Sanders en Estados Unidos, y esta es una carencia que la política por sí misma es incapaz de resolver.  Si la filosofía, en su encarnación metafísica, o en su último avatar como filosofía política, ha tenido cierta y poderosa hegemonía en Occidente durante siglos, nos incumbe radicalmente examinar hoy cuál es el estatuto de tal hegemonía—y concretamente el problema de si se tratara ya de una hegemonía muerta, una hegemonía solo para zombies, y capaz de arrastrar consigo, hacia la muerte, a toda política desapercibida.  En ese espacio o en esa tesitura nace o vive la antifilosofía en nuestro presente.    

Badiou propone una “metafísica sin metafísica,” como dirá en La inmanencia de las verdades apropiándose de una frase del heterónimo de Fernando Pessoa Alberto Caeiro, poeta de la “edad de los poetas” y antifilósofo él mismo.  Y justamente, es esa “metafísica sin metafísica” la que complica infinitamente la aparente oposición entre filosofía y fin de la filosofía, que es también la oposición entre metafísica y pensamiento, y que es también llamada, en otra de sus formas, oposición entre antifilosofía y filosofía.  Esta última, lejos de haber entrado con Marx, Nietzsche y Husserl en su “estadio final” en el cual, por lo pronto para Martin Heidegger, solo serían posibles “renacimientos epigonales y variaciones de tales renacimientos” (Heidegger, “End of Philosophy” 57), podría para Badiou todavía ofrecer nuevas y múltiples figuras de lo pensable no tanto suplementarias como alternativas a las que ofrece la tradición de la modernidad, que puede cifrarse, más allá del establecimiento de su suelo subjetivo en Descartes, en la serie que va de Leibniz a Nietzsche: “el fundamento fundamenta como causación óntica de lo real, como posibilitamiento trascendental de la objetividad del objeto, como mediación dialéctica del movimiento del Espíritu Absoluto, o del proceso histórico de producción, o como la voluntad de poder que postula valores” (Heidegger, “End” 56).  Mientras tanto, sin embargo, y hasta que sea ocasión de decidir, podemos aceptar la fascinación innegable que ofrece la temática de la antifilosofía que Badiou desarrolla desde los años ochenta del siglo pasado pero que encuentra su primera culminación aparente en la primera mitad de la década de los noventa, en los seminarios dedicados respectivamente a Nietzsche, Wittgenstein, Lacan y Pablo de Tarso

Creo sin embargo que puede defenderse que el seminario sobre Heidegger que Badiou ofrece a sus estudiantes en 1986-87, fechas que coinciden con la escritura final de Ser y acontecimiento, está en el origen de la indagación antifilosófica de Badiou.   Su interés por la antifilosofía tiene mucho o todo que ver con la demanda heideggeriana a propósito del fin de la metafísica y el comienzo de un modo alternativo de pensar que, si fuera a darse, se daría ni más ni menos que como una transformación del pensar, es decir, como algo otro que lo que la historia de Occidente ha llamado metafísica, cuya historia coincide con la historia de la filosofía.  “La filosofía es metafísica,” dice Heidegger (“End” 55), lo cual parece implicar que el llamado “fin” de la metafísica sería también el fin de la filosofía.   ¿Qué vendría después en el terreno del pensamiento, en la medida dudosa en que fuera a haber pensamiento como algo otro que servicio de los bienes, para usar la expresión lacaniana, que es lo que ocupa fundamentalmente a las ciencias contemporáneas bajo la égida cibernética, esto es, bajo dominación calculativo-representacional?  Badiou reconoce, en la conversación con Jean-Claude Milner que concluye su seminario de 1994-95 sobre Lacan, que el tema de si hay o no pensamiento es controvertido, y le dice a Milner: “tomas posición afirmando que hay pensamiento, por lo menos en el trabajo de Lacan—y esa es una perspectiva a contracorriente de la perspectiva dominante, que es que no hay pensamiento” (Badiou, Lacan 217).   Pero ¿hay pensamiento, hay política, hay amor o arte hoy?  ¿Hay verdad científica más allá de la tecnologización lógico-matematizada del complejo produccionista que es el aspecto dominante del discurso capitalista, que parece destinado no a desaparecer sino a continuarse todavía más ominosamente en la estela de la catástrofe económica del coronavirus?  En la octava sesión del seminario sobre Lacan dice Badiou: “la tesis final de Lacan es que, en relación con lo real, no hay política . . . No hay política excepto la política cuyo agujero es taponado por la filosofía.  Yo diría—esto no es algo que Lacan haya dicho—que lo que él pensó fundamentalmente es que no hay política en absoluto; que solo hay filosofía política” (184). 

Parecería que Badiou está alineando a Lacan con la posición heideggeriana, desde la cita que había comentado anteriormente en el seminario de la introducción a la edición alemana de los Escritos de Lacan, donde Lacan dice: “Para mi ‘amigo’ Heidegger . . . considerar la idea de que la metafísica nunca ha sido nada y puede solo continuar taponando el agujero de la política” (ver Badiou, Lacan 35).   Ni metafísica ni política para Lacan, en la medida en que esta última se hace solo presente como agujero, como para cierto Heidegger, cuyo compromiso nazi habría sido ya antipolítico (y también inconsistente con Ser y tiempo), y esa es la antifilosofía.  Pero la posición antifilosófica no es sin más la posición que dice que no hay política, que solo hay filosofía política, y que la filosofía política es también lo suficientemente inservible en la medida en que solo sirve para taponar el agujero de la política.  Podemos dar un ejemplo alternativo a propósito de la radicalización antifilosófica de la política que no es cualquier ejemplo. Se trata de las últimas palabras del libro de Ernesto Laclau Emancipation(s), donde, desde una perspectiva que el mismo Laclau reconoce como heideggeriana, aunque en última instancia eso sea más que controvertible, leemos:

El discurso metafísico de Occidente está llegando a su fin, y la filosofía en su ocaso ha desempeñado, a través de los grandes nombres del siglo, un último servicio para nosotros: la deconstrucción de su propio terreno y la creación de las condiciones de su propia imposibilidad.  Pensemos, por ejemplo, en los indecidibles de Derrida.  Una vez que la indecidibilidad ha llegado al fundamento, una vez que la organización de cierto campo viene a ser gobernada por una decisión hegemónica—hegemónica porque no está objetivamente determinada, puesto que decisiones diferentes también eran posibles— el reino de la filosofía viene a su final y el reino de la política comienza.  (123)

No hay política, según Lacan, solo hay una inservible y caduca filosofía política que tapa agujeros sin más, o bien no hay filosofía, según Laclau, y lo que hay es una heroica política hegemónica que llevará a nuestro tiempo “a sus más radicales y exhilarantes posibilidades” (Laclau, Emancipation(s) 123).  Ambas posiciones son ejemplo de antiflosofía, por más que sean parcialmente contrarias—su único acuerdo, que es precisamente lo que Badiou no comparte, es que no haya ya filosofía, que no haya ya metafísica.   Ahora bien, para Badiou, no cabría entender las palabras de Laclau excepto como desastre oscuro, y volveré a ello. 

Badiou no cree en el fin de la filosofía, no cree por lo tanto en el fin de la metafísica, toma una posición quizás no tanto anti-heideggeriana sino alternativa a la posición heideggeriana—Heidegger es el gran antagonista de Badiou–, pero busca sin embargo indagar en el problema abierto por la posición de Heidegger respecto de la historicidad contemporánea, y esa indagación es su extraordinario esfuerzo analítico por establecer una historia de la antifilosofía, en la que Heidegger quedaría subsumido.  Obviamente entendemos, y Badiou no deja de repetirlo, que Nietzsche y Wittgenstein, Lacan y Pablo no constituyen exhaustivamente el panteón antifilosófico, sino que Heráclito sería ya el antifilósofo de Parménides igual que Pascal sería el antifilósofo de Descartes, Rousseau el antifilósofo del racionalismo ilustrado, y Kierkegaard el antifilósofo de Hegel.  Hay muchos antifilósofos, dice Badiou, lo cual de entrada des-confirma la pretensión heideggeriana de que la tradición filosófica sea unitaria, toda ella subsumible en el único cajón de sastre de la metafísica: la filosofía está ella misma dividida, es más que una, y una de sus divisiones toca la liminalidad extrema, aunque sin sustraerse a ella, y se plantea como antifilosofía. 

            La posición que podemos dar por central en la reflexión de Badiou sobre la necesidad de la filosofía está bajo la égida de lo que se enuncia con toda rotundidad en el Manifiesto por la filosofía, a saber, “la filosofía nunca es una interpretación de la existencia.”  Pensar o interpretar la existencia quedaría por lo tanto para Badiou resueltamente del lado de la antifilosofía.  ¿Debemos de entrada hacernos cargo de esa delimitación, que nos llevaría a aceptar que no estaríamos hablando filosóficamente cuando habláramos de la existencia?  ¿Tendremos que elegir y orientar nuestro discurso a partir de la división entre filosofía, entregada en cuanto tal a la producción de conocimiento sobre las verdades que solo el arte y la ciencia, la política y el amor producen, y antifilosofía, que sería directamente pensamiento en existencia, de existencia, sobre existencia, desvinculado de la condición de verdad, esto es, de pensar la verdad como su condición?  ¿O cabría alguna tercera posición, incluso una cuarta posición que podríamos más modestamente denominar pensamiento, incluso teoría, para no acabar en la mímesis badiouana adoptando la tentadora fórmula de “metafísica sin metafísica” recientemente propuesta?  ¿Dónde, en cualquier caso, se inscriben estas páginas, mis páginas?

            Badiou ha hablado de una “cuarta posición” precisamente no seguida en su artículo “El estatuto filosófico del poema según Heidegger” (en ¿Qué piensa el poema?).  Badiou comienza remitiendo a la necesaria interrupción desacralizante de la dimensión filosófica en el contexto del poema de Parménides (ver también su seminario sobre Parménides).  Si el poema de Parménides es un poema filosófico lo es en la medida en que hay en él una “laicidad argumentativa” que desacraliza e interrumpe el camino de la diosa.  Para Badiou el poema de Parménides emblematiza el primero de los llamados “tres regímenes posibles del vínculo entre poema y filosofía” (53).  El segundo régimen quedaría asignado a Platón, y es el régimen de la distancia.  Para Platón “la filosofía no puede establecerse más que en el juego contrastado del poema y el matema, que son sus condiciones primordiales” (54), y Platón insiste en una distancia argumentativa que ya no es la rivalidad contrastante que aparece en el poema parmenídeo.  Badiou asigna el tercer régimen a Aristóteles, cuya Poética incluye el saber del poema en la filosofía en el sentido técnico de la estética: “el poema ya no es pensado en el drama de su distancia ni de su íntima proximidad, sino que está tomado en la categoría de objeto” (54).  Según Badiou, Heidegger, que a partir de su interés en la obra de Hölderlin desde mediados de los años 30 sanciona la idea de que el poema guarda verdades que el secuestro de la filosofía por la ciencia o la política encubre, rechaza tanto la reducción del poema a objeto de una ontología regional a la manera aristotélica como la expulsión del poema de la reflexión filosófica.  Pero Heidegger es incapaz de encontrar una cuarta posible relación, y no funda un cuarto régimen del vínculo entre poema y filosofía sino que revierte al régimen parmenídeo: “en lugar de la invención de una cuarta relación entre filosofía y poema, ni fusional ni distanciada ni estética, Heidegger profetiza una reactivación de lo sagrado desde el apareamiento indescifrable del decir de los poetas y del pensar de los pensadores” (56-57).  No puede negarse la razón que tiene Badiou al reclamar un fin de “la edad de los poetas,” que requeriría, en sus términos, de-suturar el pensamiento de su condición poética.  La gran época heideggeriana, definida según Badiou precisamente por esa sutura poético-filosófica contra el secuestro científico-político de la filosofía en las tradiciones analítica y marxista, habría llegado a su fin no solo cuando Paul Celan “reencuentra el silencio de los maestros, que es precisamente la abdicación suturada de la filosofía” (Que pense 48), sino también cuando la tropología poetológica satura excesivamente el campo de expresión y convierte la reflexión teórico-literaria en mero culturalismo productor de esas “vivencias” que son la cara oscura de la maquinación técnica.  Desde mi perspectiva, la edad de los poetas ha ya largamente caducado en su radical inautenticidad a manos del discurso universitario en humanidades tal como es. 

Pero ¿no permanece como posibilidad el establecimiento de esa cuarta posición a propósito de la relación poema-pensamiento?    Badiou parece concederlo cuando remite, ya en ¿Qué piensa el poema?, a la “metafísica sin metafísica” de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa).  En un reciente libro de entrevistas, Badiou responde a Giovanbattista Tusa a propósito de una pregunta sobre la clausura de “la edad de los poetas” que “en poesía . . . el potencial real del poema yace en su formulación de un cierto decir que es manifiestamente el decir de lo que no puede ser dicho . . . volvemos a la excepción inmanente, y la excepción inmanente es también la dialéctica de la sustracción—es decir, el hecho de la esencia propia de una cosa no es la intensidad de su presencia sino la figura de eso que es fugitivo pero que sin embargo se las arregla para retener, de alguna manera” (The End 44-45).  Pero, con ello, y en la medida en que la “excepción inmanente” es figura de la totalidad de la producción filosófica de Badiou (ver The End 24), Badiou se acerca a una formulación de la tarea del pensamiento que está peligrosamente (para la voluntad ostensible de Badiou) cerca de la formulación heideggeriana de la diferencia ontológica, por lo tanto en la genealogía precisa de aquello que es condición absoluta de todo “otro comienzo” del pensamiento.   Lo que yo vengo llamando decisión de existencia es al fin y al cabo no más que un intento, repetido e inacabable, beligerante, por escuchar y hacerse cargo de la diferencia ontológica en mi vida y en cada vida: apropiar mi tiempo y vivir así la diferencia entre llegar a ser quien soy o llegar a ser, y expirar, solo en su espejismo y parodia esclava. 

            ¿Es la edad de los poetas, sin embargo, reemplazable por una edad de la política en el sentido laclauiano?  Recordemos la frase de Laclau antes citada según la cual estaríamos ante un momento histórico—el momento del capitalismo globalizado—en el que es posible afirmar el fin de la filosofía y el principio de la política (“el reino de la filosofía llega a su final y el reino de la política comienza”).  Hacia el final de Sobre la razón populista Laclau insiste en esa perspectiva:  “Quizás amanece la posibilidad en nuestra experiencia política de algo radicalmente diferente de lo que los profetas postmodernos del ‘fin de la política’ anuncian: la llegada de una era plenamente política, porque la disolución de las marcas de la certeza no le da ya al juego político ningún terreno necesario y apriorístico, sino más bien la posibilidad de redefinir constantemente el terreno mismo” (Laclau, Populist 222).  La edad de la política sucedería entonces a la edad de los poetas.  Para Laclau hay edad de la política en la precisa medida en que no hay ya terreno necesario y apriorístico, es decir, metafísicamente constituido, para la práctica política.  Dado que no hay verdades, dice Laclau, la práctica hegemónica es lo que resta.  Pero, al presentarse como sustituta de una noción de verdad, no como verdad sino como el significante vacío que ocupa la plenitud ausente de una verdad, la política laclauiana se abre al desastre, en los términos de Badiou.  Para Badiou la filosofía se mueve hacia el desastre precisamente cuando intenta presentarse como una “situación de verdad,” lo cual ocurre cuando intenta llenar el vacío, precisamente: el vacío de la plenitud ausente, el vacío del significante vacío en el vocabulario de Laclau.  En otras palabras, precisamente cuando el pensamiento, o la acción política, que viene a ser lo mismo para el caso, se entrega a lo que en la teoría de Laclau sería un procedimiento hegemónico: llenar hegemónicamente un vacío, que es el vacío de lo social en Laclau, y el vacío de la verdad en Badiou. Cuando hace eso, para Badiou, el pensamiento se presenta extáticamente como el topos noetos de la verdad, incorpora y encarna lo sagrado del Nombre, y se formula como presencia de la Presencia, que opera necesariamente mediante el terror, buscando el apartamiento o la aniquilación de lo que queda fuera.  Badiou no menciona expresamente a Laclau al hacer estos comentarios, pero a mi juicio no existe crítica más rotunda de las consecuencias de entronizar la teoría de la hegemonía como procedimiento político por excelencia, que es, por ende, condenarnos a todos a ser parodia más o menos heroica o sumisiva del insustancial sujeto público de la modernidad, el ciudadano, cuya mayor virtud sería el cuestionable, por improbable, entusiasmo emancipatorio. 

La antifilosofía de Laclau se ofrece como una re-sustancialización hegemónica que no puede ofrecer sino desastre.  Dice Laclau: “no hay plenitud social conseguible excepto mediante la hegemonía, y la hegemonía no es sino la inversión en un objeto parcial de una plenitud que siempre se nos escapará porque es puramente mítica” (Populist 116).  Podemos mirar esto de dos maneras.  En la primera de ellas hacemos la inversión afectiva, sabemos que es consolatoria y sustitutiva, sabemos que no vamos a llegar a ningún lugar estable mediante ella, sabemos que vendrá cargadita de problemas y desilusiones, que el líder nos va a fallar porque los líderes siempre fallan, que el mito histórico que hemos invocado va a hacer agua por todas partes en cuanto pase algo de tiempo y se gasten las costuras, pero en todo caso el llanto y crujir de dientes siempre será menor que el que se derive de la ausencia de toda catexis afectiva en la política, de una ausencia y de un vacío no compensados, y aceptados por lo tanto desnudamente, sin adornos.  Ahora bien, si la historia de la filosofía acaba siendo la historia de una desubstancialización de la verdad y la historia de la política no puede formularse sino como la historia de las sucesivas desencarnaciones que trazan la ruina de las formaciones hegemónicas sucesivas, la antifilosofía debería abrirse a una suspensión crítica de la política que renuncie a cierta inversión afectiva y que entienda que lo políticamente relevante no puede ya ser engancharse al carro de la falsa plenitud mítica, de la plenitud hegemónica, sino al revés: que se trata en cada caso de desmitificar la mentira representacional, de deshacer la cadena de equivalencias, de denunciar la hipocresía epocal que confunde política con mantenimiento o establecimiento hegemónico del poder, y de preferir una estructuración antihegemónica, siempre concretamente antihegemónica, es decir, siempre aterrizada en el rechazo de las pretensiones míticas de toda formación dominante.  

            Ni los próximos meses ni los próximos años traerán salvación política de ninguna clase.  Podemos rompernos los cuernos insistiendo en ella sin haber siquiera pensado sus condiciones, o podemos elegir otra cosa: el compromiso práctico en cada caso con una decisión de existencia que rescate nuestro tiempo y prepare, a largo plazo, una nueva administración del tiempo común que mereciera el nombre de nueva política. 

Alberto Moreiras

Wellborn, Texas

18 de mayo, 2020

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